Después de un tiempo abrió los ojos. Había caminado un buen trecho con ellos cerrados. Por supuesto era una zona en la que él camino trazaba una larga recta. No había ningún temor a desviarse y tropezar.
La lluvia caía ligera, tibia, casi cálida. Una lluvia de final de primavera que había llegado cuando nadie la esperaba, que había llenado el campo de frescura con sus ligerísimas gotas. Había salido a pasear bajo el tenue manto de agua para percibir mejor la naturaleza. Era un excelente momento, porque casi nadie se aventuraba a montar en bicicleta, sacar los perros a pasear, o simplemente dar una vuelta.
La lluvia le otorgaba un corto periodo de inestimable tranquilidad. Debía aprovecharlo.
Cuando llevaba un tiempo andando y había conseguido aislarse, dejar de lado las impresiones y los recuerdos inmediatos que le ligaban a su vida cotidiana, cuando había logrado evadirse y sumergirse en si mismo, tornó su rostro hacía el cielo, se dejó acariciar por la lluvia, y volvió a cerrar los ojos. Siguió andando con el agua empapando lentamente la cara, con su tibieza extendiéndose como la mano de la persona amada por su piel. Caminaba a ciegas, lentamente, percibiendo solamente el tacto de la tierra bajo sus pasos, el olor de la hierba mojada, el aroma de los cientos de distintas flores que le rodeaban, su propio olor a piel y carne húmeda. Mil matices que se unieron a un mismo tiempo en su olfato. Cuando volvió a abrirlos, después de un corto tiempo en el que se sintió flotar, le invadió una profunda melancolía. Estaba emocionado. Una ligera película de tristeza, de un milímetro de espesor, empezó a inundarle los ojos. Y la tristeza se desbordó y se mezcló con la lluvia. Y atenuada, rebajada por la mezcla con el agua, se deslizó por sus mejillas, llegó hasta su boca y la saboreó. La tristeza es salada, pensó. Era una tristeza serena, tranquila, diría que incluso placentera dentro del dolor que le transmitía. Sentía un dolor sin definir, sin un objeto ni una causa determinada. Miraba la naturaleza que le rodeaba, sentía la calma, la belleza, y se entristecía. Sabía que una vez más, como siempre que salía solo a pasear y conseguía aislarse para así poder entregarse a su entorno y así mismo, saldría reforzado y desbordante de optimismo y fuerza. Pero durante este proceso, y hasta que su camino acababa, no podía evitar sentirse invadido por la tristeza.
Miró a su alrededor. Aunque en pocos días llegaría a su fin, la primavera estaba en pleno esplendor. Por doquier se veían flores de innumerables matices. La hierba y los matojos crecían de forma desordenada por todos sitios, altos y fuertes, gracias a una cantidad de lluvias desacostumbrada para esas fechas. Los árboles, con sus troncos brillantes como si fueran culturistas preparándose para una exhibición, lucían frondosos ramajes cargados con la fuerza suficiente para resistir el largo y caluroso estío que se avecinaba. Se paró y aspiró el aire con fuerza. Se emborrachó de oxígeno.
Inclinándose, con la palma de la mano abierta, la hundió ligeramente en el barro sintiendo su tacto viscoso envolvente, acaramelado. Volvió la palma hacia el cielo y espero a que la suave lluvia, lentamente, la limpiara,.. poco a poco. Notando como cada átomo de tierra escapaba, mezclado con el agua, por entre sus dedos.
Salió del camino y comenzó a andar por entre las altas hierbas. Toco unas, probó a catar la suavidad de estas, deslizó las yemas de los dedos por el cortante filo de esas otras. Delante suyo había un grupo de amapolas. Siempre le habían gustado las amapolas. Es una flor que al poco de arrancarla se marchita. No se puede utilizar para componer ramos, ni decorar jarrones. Sencillamente se deja morir. Parece, que en un desesperado intento de preservar su orgullo, prefiere perecer a prolongar su vida en cautiverio. Es como esos ajados eslóganes de románticas revoluciones frustradas de los años 70; “Más vale morir de pie que vivir de rodillas”, o “Ni un paso atrás, patria o muerte”. Tiene un algo de inútil patetismo revestido de una inmensa dignidad. El tacto de los pétalos de las amapolas es suave, aterciopelado. Su memoria registró el recuerdo de las veces que había tenido una entre sus manos. Experimento por adelantado el placer que le había producido su tacto sedoso, la quietud, la paz que transmitía esa piel de melocotón. Es como debe de ser acariciar a una princesa de los cuentos. Si las princesas de los cuentos existieran. Se acercó a una de las flores. Las gotas de agua se condensaban en su exterior. Formaban pequeñas lágrimas que al reflejar el tenue sol, prisionero de las nubes, arrancaban un millón de diminutos destellos, como si la flor tuviera luz propia. Esa mezcla de alegría serena y melancolía que transmiten las amapolas. Si arrancaba la flor, las gotas se desprenderían de los pétalos, caerían por la violenta sacudida. Serían las lágrimas derramadas por el triste final que en poco tiempo le esperaba, pero revestidas de una inmensa dignidad. Se detuvo, pensó en este triste final. Se resistía a cogerla. Al mismo tiempo saboreó como sería la mezcla del tacto suave y seco de la flor, mezclado con el frescor y la humedad de las gotas. No pudo resistirlo. Arrancó la flor y la pasó entre los dedos. Era una sensación exquisita, indescriptible. Deseó tener al lado una mano amiga, una mano querida. Cogerla, y poner en ella la flor. Transmitirle esa sensación. Participar de ella a la mano amiga, a la mano querida. Siguió aún durante un tiempo deslizando los pétalos entre sus manos. Compartiéndola entre sus dedos. Que alcance a todos ellos, que todos ellos disfruten de esta experiencia. Luego, obedeciendo a un súbito deseo, introdujo un pétalo en la boca. Quería participar con todos sus sentidos. Con la lengua pegó el pétalo al paladar, lo deslizó entre los dientes y lo masticó. Sabía a tierra, a lluvia…
De pronto sitió una mano en su hombro. Salió sobresaltado de su mundo de sensaciones, de sus ensoñaciones. Al darse la vuelta vio a un hombre gesticulando rápidamente, de forma alterada, mientras le hablaba. Fijó la vista en sus labios.
– Hace un buen rato que le estoy gritando. He tenido que venir hasta aquí para que me prestara atención ¿Está ud. sordo o que? Le estoy diciendo que ha entrado ud. en una propiedad privada. Está prohibido andar por aquí, así que debe marcharse enseguida.
– Nunca sabré como podrían sonar en mis oídos, pero aún así, no sabe ud. lo que yo daría por poder oír, incluso esas palabras suyas tan desagradables.
En su ausencia, debo imaginarme como serían algunos sentidos.
Moncho Escalante