Me llamo Juan de Escalante, y hasta ayer mismo, estaba a la cabeza del gobierno de la Villa Rica de la Vera Cruz.
Me pica la cara, el pelo, las orejas. Hasta el mismo cerebro parece que se restriega contra el interior del cráneo. El roce con la tela es insufrible. No puedo rascarme, frotarme, aliviar la tortura a la que me somete el continuo contacto con el saco, que hace ya más de un día es mi cárcel, mi transporte, la tela de araña con la que mis captores me atenazan. Viajamos sin descanso, sin beber ni comer, sin tan siquiera hacer una parada para poder aliviar la vejiga. A este estado me ha reducido mi desventura.
Hasta que los totonacas salieron en desbandada, el lance estaba equilibrado. Aún quedando en minoría, con los mexicas acosándonos por todos lados, resistimos firmes, sin ceder un palmo. Pero no teníamos tantos dardos, tantas balas, tantos filos, como para ofender tantos cuerpos, como para horadar tanta carne. Cuando ya no había con que responderles, nos hicimos fuertes en Nautla.
Al caer malherido, ordene a mi lugarteniente, Gabriel de Sopelana, que se retirara con la tropa hacía la Villa Rica. Los heridos e impedidos, que lastrábamos el repliegue, nos quedamos a contener a los mexicas para que el resto pudiera escapar. No le valieron a mi fiel Gabriel sus ruegos y pedidos para bregar con nosotros, para no dejarnos atrás. La orden estaba bien clara; es más importante salvar la Villa Rica, retaguardia y refugio de Cortés, que perecer todos en esa mísera aldea.
Quedamos tan solo ocho, pero aguantamos como si fuéramos trescientos cerrando un desfiladero. Después de dar muchos mandobles, puñaladas, y hasta alguna que otra dentellada, tras ver caer uno a uno a mis hombres, sentí un aldabonazo en la cabeza, que me sumió en la oscuridad. La oscuridad se trastocó, quien sabe cuánto tiempo después, en la penumbra en la que este miserable saco me envuelve.
Paramos, arrojan el saco al suelo. Mucho ruido a mi alrededor. Una turba arrastrando los pies, hablando a gritos, increpándose. De pronto el sonido de una trompa, de algún instrumento parecido, silencia al gentío. Enmudecen. Una voz potente, autoritaria, se eleva sobre una muchedumbre que, a tenor de su silencio, presumo expectante.
– Gentes de Tuxpan, me conocéis, soy Cuauhpopoca, tlatoani de Coyohuacan. Vuelvo de castigar a los rebeldes totonacas, que habían negado el tributo debido a nuestro señor Moctezuma. Quebranté a un enjambre de enemigos, encabezados por los demonios blancos venidos del mar, de los que algunos ya habréis oído hablar. Les hicimos gran mortandad. No les sirvieron de nada sus extrañas armas, ni los monstruos que les acompañan a la batalla. Nadie puede resistir el empuje de los mexicas.
– Aquí tenéis nuestro botín, los despojos de sus guerreros, -sonaron ruidos metálicos contra un suelo empedrado- sus armas, las pieles de metal que los protegen, y uno de sus monstruos -Se produjo un silencio, que le permitió percibir el ruido de un grupo de personas manipulando algo a pocos palmos de dónde estaba. De pronto, la multitud comenzó a gritar con espanto.
– No os asustéis -gritó Cuauhpopoca- ya veis que está muerto. No es ningún ser divino, no es un monstruo venido del Mictlán. Sangra y muere como nosotros. Lo matamos tras una dura pelea, y aunque ya no podremos ofrendar su corazón a los dioses, lo desollaremos para consagrar su piel a Xipe Tótec.
Cuauhpopoca, está muy cerca, le oigo claramente, pero lo más extraño, es que además le entiendo perfectamente. No acierto a comprender como ha aprendido español. Yo, aparte de algunas palabras sueltas, la mayor parte de ellas de cortesía, nunca he comprendido el náhuatl.
Alguien manipula el saco en el que estoy metido, y deshace el nudo que lo cierra por encima de mi cabeza. Las tinieblas se doblegan ante un torrente de luz. Unas recias manos me izan, asiéndome por el pelo. Ya no siento dolor, de tan entumecido que estoy. Me cuesta adaptar los ojos al nuevo día que amanece desde mi saco de penumbra. Ruge la plebe. Me insultan, me maldicen. Su ira me sacude, con más contundencia que todos los golpes recibidos durante la batalla.

Acondiciono la vista, distinguiendo, poco a poco, los detalles de la escena que me rodea. A mi espalda, intuyo al Hércules que me mantiene en vilo, sujetándome únicamente por el cabello. Frente a mi, Cuauhpopoca me observa con ojos de sangre. Me señala, y se vuelve hacía una enorme multitud que llena a rebosar una vasta plaza, circundada por extraños templos y enormes edificios con forma de pirámides. Las pirámides de Babilonia.
– Ahí tenéis el cadáver de la bestia, y aquí tenéis al hombre, de piel más pálida, con el rostro cubierto de pelo, pero hombre al fin y al cabo. Igual que nosotros. Y, como a nosotros, se le puede herir, se le puede matar, se le puede sacrificar.
Sigo la dirección de sus gestos, y veo el cuerpo ensangrentado de mi fiel Acebuche, mi alazán español. Fue un regalo del mismo Cortés, criado como él, en tierras extremeñas, compañero de correrías, sostén de mis batallas. Sucumbió antes de que nos refugiáramos en Nautla, tras el desorden que sucedió a la huída de los totonacas, atravesado por decenas dardos, algunos destinados a derribarme.
Al ver su noble cuerpo mancillado, con el vientre abierto y las tripas desparramadas, me inunda la ira. Intento revolverme, alzar los brazos, arrebatar una macana a uno de sus guerreros, e iniciar una carnicería; repartir tajos, acuchillarlos, reventarles los cráneos, despedazarles los miembros, abrirles el pecho, sorberles el tuétano.
Pero me encuentro impotente, el cuerpo no responde a las ordenes que manda el cerebro.
¿Como podría responder si quedó, hace ya dos días, a varias leguas de distancia?
El guerrero lanza mi cabeza rodando por los suelos.
Los mexicas ríen mientras la patean.
Me llamo Juan de Escalante, y ya no soy cabeza de nada, ni tan siquiera de la mia.
Nota aclaratoria.
El protagonista de esta historia, Juan de Escalante, es un personaje real, y uno de los principales capitanes y gran amigo de Hernán Cortés. De hecho, fue el encargado de quemar las naves, uno de los momentos más significativos, por su simbolismo, de la conquista de México.
Efectivamente, y tal y como relata Bernal Díaz del Castillo, Juan de Escalante queda guardando la retaguardia de Cortés, como alguacil de la recién fundada Villa Rica de la Vera Cruz, y muere en un enfrentamiento con un ejercito mexica que estaba comisionado para cobrar los impuestos a los totonacas.
Realmente muere como resultado de sus heridas en Veracruz, después de haberse retirado de la batalla. En la citada ciudad se hallaron a finales del siglo XX sus restos mortales. Me he tomado la libertad de hacerle morir en la defensa de Nautla, para hilvanar la historia del transporte de su cabeza, así como del cuerpo de su supuesto caballo, hasta la ciudad de Tuxpan. He mezclado dos hechos históricos, ya que en la Crónica de la conquista de nueva España, Bernal Díaz relata que en cierta ocasión los mexicas cortaron la cabeza a un caballo, para demostrar que jinete y caballo eran dos seres diferentes, no una sola bestia monstruosa.
Que su cabeza siga viviendo después de el muerto y decapitado, es algo cada uno puede interpretar de la forma que mejor le parezca. Esa cabeza bebe de la influencia de ciertas cabezas parlantes presentes en una historia de Corto Maltés, el personaje de Hugo Prat. Aunque la de mi antepasado no diga ni mu.