Mis amigas; en las trincheras de la revolución

La tercera vez que una de mis amigas me hizo una confidencia parecida, empecé a sospechar que, si no se había desatado la revolución, al menos se dejaban notar ciertos síntomas de revuelta. Tampoco estoy tan alejado de la vida real como para no saber que aquello no era nada nuevo, pero dentro de los acontecimientos  que conforman mi verdad cotidiana, mi ámbito más cercano, si lo era, y por lo tanto para mi era la realidad absoluta.
No había nada de malo en el hecho en si, todo lo contrario, lo realmente lacerante es que me utilizaran para ser el depositario de tan dolorosas confidencias. Como sufrí con cada confidencia, con cada historia, con cada uno de esos pequeños puñales que clavaron en mi corazón, con esos estigmas superficiales, preludio de un martirio mucho más grande. Aunque no me importaba tanto sobrellevar las heridas, si su confidencia significaba la redención del dolor que las dudas pudieran llegar a causar en el ánimo de alguna de mis amigas. Nunca remordimiento, solo cierta incertidumbre, porque todas ellas, sin excepción, estaban dispuestas a volver a bajar de nuevo a luchar en las trincheras.
Mi martirio comenzó después de sus confidencias, cuando imaginaba esos maravillosos seres moldeados por años de experiencias, por decenas de caricias y de besos que habían convertido su impenetrable hermosura, sus pieles de obsidiana, en superficies de terciopelo rellenas de exquisita carne madura lista para ser saboreada por un maestro catador, siendo profanadas por manos inexpertas. Manos llenas del, en ocasiones rudo, pero siempre entusiasta, fervor de la juventud que, posiblemente ellas añoraran haber dejado atrás en su largo camino. En una perfecta simbiosis, derramando el jugo macerado durante años con ternura, con mimo, en jóvenes  bocas que lo beben con todo el ansia y el fervor apasionado de quien sabe que no es del todo merecedor de tal premio… o al menos no tan pronto.Puedes-hacerlo
Para que negarlo, pensaba que aquel elixir estaba destinado a catadores más  avezados, catadores que fueran paladeando cada una de las gotas que se deslizaran por su boca, saboreandolas, pausandose en sus ricos matices y reconociendo lo que representaban cada uno de ellos; un año, un mes o un día de su vida, un feliz recuerdo, un requiebro de la vida, una o mil sonrisas, todo un mar de lágrimas o cualquiera de los acontecimientos que habían conformado su existencia. A qué ocultarlo; un catador como yo mismo, aunque en algunos casos, yo mismo no fuera el catador que para ellas hubiera deseado.
Cuando pensaba en ellas como las frutas que están maduras para la recolección, que ya han dejado atrás el ácido y picante verde de la primera juventud, para adentrarse en el sabroso y dulce rojo de la madurez y que, además, al interés que les aporta esa madurez, unen el aliciente de la experiencia, van, y de un plumazo, se me escapan de entre las manos. Me las encandila un joven advenedizo. Tanta espera para nada, tanta paciencia para que otro recoja los frutos que tanto tiempo has estado ansiando albergar en tu morral.
A pesar de eso las sigo deseando. Me apasiona que hayan tenido el valor de no esperar a que algún recolector, ufano de sus conocimientos y su experiencia, se dignara a inundar su boca con su esencia de miel. Un recolector que, demorandose en el fatuo juego de su sabiduría, ha llegado tarde. Unos chicos saltaron la tapia del huerto y le robaron lo que él creía que era suyo y que en realidad no era de nadie. Tan solo de sí mismas y de esos labios que a fuerza de arrancar gemidos, más parecen dientes que estuvieran desgarrando la carne. Me enerva imaginar sus escarceos con jóvenes porque en el fondo soy su rendido admirador y un grandísimo pecador. Peco, por desgracia para mi, principalmente de omisión, con más frecuencia de pensamiento y mucho menos de lo que me gustaría de palabra; que es el camino más directo para llegar a pecar de obra. Pecado que no cometo con la frecuencia que desearía.
Y han roto un tabú, y han entrado en las trincheras y luego las han abandonado para pasar al ataque. Y otras, escandalizadas, las critican porque en realidad no se atreven, a pesar de desearlo, a marchar bajo su bandera. Y yo las miro, y sonrío sentado plácidamente en la tapia del huerto mientras mi morral vacío descansa sobre mis piernas. Y me doy cuenta de que siempre estuvo vacío, de que yo no tengo un huerto, de que mis amigas no son frutas que desee saborear y de que estoy ansioso de que vuelvan de las trincheras para contarme historias divertidas de sus escarceos con los jóvenes que saltaron la tapia del huerto. Pero esas historias a vosotros no os las voy a contar….

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