NOTOS – VIENTO DE LEVANTE 1/4

Cuando en Cádiz irrumpe su majestad el viento de levante, la noche es la mejor aliada. Su reinado tiránico, implacable, es la mano despótica que reescribe tu agenda, que condiciona los pasos a seguir durante la jornada. Pero cuando llegan las sombras, su imperio se desvanece de forma transitoria. Al menos hasta que comience un nuevo día, y nosotros nos aventuremos fuera de nuestros escondites, intentando recuperar el tiempo que el déspota nos ha hurtado.

Decidimos disfrutar de la noche y de la tregua que el levante nos había concedido, yendo a cenar a un restaurante que contaba con un agradable patio resguardado del viento.

Llegué al local por mi cuenta, donde había quedado con tres buenas amigas. Una cita para cenar, y darnos al vino mientras charlábamos, intentando ahogar las penas de nuestros correspondientes infortunios amorosos. Casi siempre se tiene alguno, independientemente de tu estado civil. Y si no se tiene, pues se inventa, o se escucha el de la otra parte, que para eso están los amigos.

Hace ya bastante tiempo, tanto que la bruma de los años enturbia mis recuerdos, me ocurrió algo insólito, algo que me dejó sorprendido. En un pub de Santander, al amparo de la noche, me entró una chica. Si, como lo estáis oyendo, me entró, a mi. Una chica monísima, encantadora, sin cámara oculta ni trasfondo de broma alguna orquestada por mis amigos. Poco tiempo después, en el transcurso de las tiernas confidencias que se hacen los amantes, me confesó que me había abordado de común acuerdo con una amigo gay, que se había quedado prendado de mi apolínea figura. La confesión no hizo mella alguna en mi autoestima, toda vez que el fin había sido muy diferente al que habían planeado, y que estaba muy satisfecho con la variación del desenlace.

El caso es que me contó que a ese amigo suyo, le gustaba rodearse de chicas espectaculares, que le servían como cebo para atraer a chicos que le gustaban. A mi la técnica no me cuadraba, ya que las chicas suelen atraer a chicos heterosexuales, pero supongo que alguna vez le dio resultado,. Y si no se lo daba, al menos conocía hombres atractivos, que siempre alegra la vista.

Todo esto lo cuento porque yo hacía tiempo que había decidido utilizar una técnica similar, pero con el fin de acechar yuntas de diferente condición, más acordes con mis gustos. De ahí que ese día, y muchos otros, saliera con un nutrido grupo de amigas. Tanta compañía femenina, consideraba que era inestimable para conseguir que otras chicas se confiaran, y fuera mucho más sencillo y natural abordarlas. Eso si, mis amigas estaban al tanto, y se divertían un montón siguiendo el juego que nos habíamos marcado. Confieso que esa excusa, que tanto las divertía, me permitía disfrutar de la barra libre de su compañía. Lo del ligue era secundario.

El caso es que por ahí debían de estar mis tres amigas-aliadas; Áglae, Eufrósine y Talía, rigiendo el patio del restaurante, preparadas para pasar todos juntos una noche memorable. El restaurante era un antiguo fuerte de la defensa costera gaditana, construído en recia piedra ostionera, asomado a la playa de La Barrosa. Uno de los comedores estaba instalado en el original patio de armas, que aún conservaba parte del primitivo y recio empedrado militar. Las busqué con la vista entre las mesas, pero fue inútil. Todas estaban atestadas de comensales que, al contrario que las polillas, habían acudido atraídos por el fresco que nos ofrecía la noche. Al recorrer las mesas con la mirada me quedé, como esas mismas polillas, magnetizado.

No diría que la descubrí, porque sería injusto, ya que destacaba tanto sobre el resto, su presencia era tan obvia, que habría sido prácticamente imposible no reparar en ella. Estaba de espaldas, sentada con otras dos amigas, charlando animadamente, y tal y como daba a entender el movimiento de sus hombros, riendo frecuentemente. Echó la cabeza hacía atrás para reír, y luego, con un par de giros, ondeó una melena de lustroso pelo castaño y liso. Aún no había visto su rostro, pero ya me había atrapado.

Debía de llevar un rato ahí parado, cuando un camarero me sacó de mi ensimismamiento, para decirme que me estaban llamando desde una mesa. Mis amigas se encontraban unos metros más allá de la chica que atraía mi atención, y ni tan siquiera las había visto. Tenía los ojos cautivos ella, sin prestar interés al universo que la rodeaba.

Las tres me estaban haciendo señas, extrañadas de que no las viera. El camino hacía nuestra mesa me obligaba a pasar junto a la magnética chica de la melena castaña. Cada paso que disminuía la distancia que nos separaba, aumentaba mis pulsaciones; 8-72, 7-76, 6-81, 5-86… Si seguía así, corría el riesgo de morir infartado entre sus brazos. 

Recorrí la distancia que me separaba de la mesa de mis amigas, completamente abstraído en su mundo. Al sortear a otro grupo de comensales, una chica se echó bruscamente hacía atrás, mientras soltaba una estruendosa carcajada, golpeándome la cadera con la cabeza. Desconcertada, me pidió disculpas en un inglés aromatizado con un fuerte deje andaluz. La respondí, descargándola de culpa, en mi español sazonado con acento del norte.

Finalmente pasé a su lado, casi rocé su hombro. Creo que debieron de llegarle las vibraciones que originaban mis desbocados latidos, porque noté como interrumpía la conversación en el momento justo en que rebasé el lugar en el que estaba. Ni me atreví a darme la vuelta.

Al fin conseguí llegar hasta nuestra mesa. Me recibieron tres maravillosas sonrisas, tres pares de dientes inmaculados, de esos que te hacen desear ardientemente convertirte en un bocado. Me saludaron encantadoras, y yo intenté devolverlas el saludo de la forma más encantadora que pude. Después de besar y celebrar a la última de las tres “Gracias” que iban a presidir mi banquete, tomé asiento. Me di cuenta de que me situaba justo frente al oscuro, por la cabellera y la blusa de satén negro que llevaba, objeto de mi deseo.

Tomé asiento lentamente, de forma regia y estudiada. Sin dejar de sonreír, fui atendiendo a las preguntas que mis adorables “Gracias” me dirigían, pero sin entender muy bien las cuestiones que me planteaban. Justo antes de concluir mi movimiento, y de forma disimulada, desvié la vista hacía su mesa. Mi corazón, ya maltrecho después de la carrera de palpitaciones, pegó un brinco cuando nuestras miradas se cruzaron y quedaron congeladas, prendidas una a la otra durante unos instantes.

Acabé de sentarme y mis ojos seguían engarzados en los suyos. No mentiré, no diré que la escudriñé. No sostendré que recuerdo la primera impresión que me despertó su rostro, porque estaba prisionero en su mirada, de la forma en la que sus ojos me sonreían, de todo lo que nos dijimos a través de las pupilas.

Volví al planeta tierra cuando Áglae me interpeló.

– ¿Pero que te ocurre hoy? Has tardado una eternidad en vernos, estabas como en otro mundo. Y ahora parece que tu cuerpo ha aterrizado, pero tu mente sigue a unos cuantos años luz de esta mesa.

– Perdonad, es cierto, ando distraído con unos asuntos que me rondan la cabeza desde ayer. Nada importante. De vez en cuando me pegan un latigazo en el neocortex y dejan mi entendimiento ligeramente por debajo del de un invertebrado.

– ¿Desde ayer, o desde el momento en el que has entrado en el restaurante? Que a mi no me engañas -Me espetó Eufrósine, que siempre me había tenido bastante más calado que el resto-.

– ¿Porqué lo dices?

– No te hagas el tonto, que no es que no nos hayas visto, es que nos has ignorado. Tenías la cabeza puesta en “otra cosa”. Al sentarte, la has dedicado una mirada de esas que encendería hasta el corazón de la mujer del Yeti.

– Anda tu, que me han dicho que las esquimales se acuestan con todos los viajeros que pasan por su iglú, como parte de una costumbre de hospitalidad, o algo parecido. -le espetó Talía con desparpajo-. ¿Porqué el Yeti es un esquimal, no?

– Imaginaciones vuestras queridas, que solo tengo ojos para vosotras. Tan solo siento no tener tres, para dedicaros uno a cada una.

– Ya, ya, que tu a mi no me engañas. Oye, si quieres, cuando acabemos de cenar te la presento. No la conozco de nada, pero ni falta que hace. Le puedo decir que eres el doble de Pierce Brosnan, que has venido a Cádiz a rodar unas escenas peligrosas para su última película. -Eufrósine siempre había sido una vacilona, a la que además le gustaba enrevesar las situaciones, darle un toque divertido y algo romántico-fantástico-.

La cena resultó muy agradable. Íbamos volando de uno a otro tema, de forma más o menos superficial y alegre. Sabíamos que en cuanto comenzara a hacer efecto el vino, nos sumergiríamos, como buenos tertulianos de tasca, en ambientes más peliagudos. En confidencias de esas que comienzan a arañar la piel, sin llegar a provocar heridas. Yo agradecía la ligereza de la velada. Mi mente no estaba para lidiar con asuntos que la hicieran trabajar en exceso, sobre todo teniendo en cuenta que tengo la masculina peculiaridad de ser monotarea.

– Si sigo comiendo pescaíto frito todos los días, dentro de poco podrás decirle que más que el doble, soy el triple de Pierce Brosnan. 

– Entonces ¿Quieres que te la presente?

– No, de eso nada, que al final me lías, y esto me parece muy serio como para meterte de por medio.

– Tu te lo pierdes. No hay mujer que se resista a un doble-especialista de Pierce Brosnan.

Dejamos la conversación aparcada, que no olvidada, porque sabía que tarde o temprana Eufrósine la desenterraría del rincón de las conversaciones supuestamente olvidadas. Cuando olfateaba la posibilidad de enredarse en un embrollo sentimental ajeno, era como un perro de presa en la guarida de un tejón.

Aún así, participaba de forma activa, o al menos hacía que participaba. He de reconocer que con una alegría y desparpajo algo teatrales, de cara a la galería. Una galería compuesta por una sola espectadora, hacía la cual se encaminaban esa noche todos mis desvelos.

Al principio más disimuladamente, y según me iba envalentonando con el vino, de forma más descarada, desviaba la mirada hacía ella. Intentaba descifrar sus gestos, sus risas, sus silencios, el brillo de sus ojos, el sordo lenguaje con el que se expresaba, desde la insondable distancia que nos separaban.

De vez en cuando me sorprendía, o yo la sorprendía a ella. Enlazábamos nuestras miradas. Al  principio los dos la apartábamos esquiva. Me pareció que hasta se ruborizaba. Luego fuimos compartiendo instantes más largos, más sostenidos, en los que nuestras silenciosas conversaciones se hacían deliciosas.

Al final de uno de esos intensos encuentros visuales, fantaseaba. El alimento de los sueños es uno de los bocados más sabrosos que puedes ofrecer a tu corazón. Pensaba cual sería su nombre, como sonaría el tono de su voz, el timbre de su risa en la distancia corta. Imaginaba el aleteo de su nariz al inspirar antes de cada frase, las palabras con las que respondería cuando la abordara, la inflexión de su voz en sus respuestas, en sus preguntas. Más adelante me iba sumergiendo en más intimidades, en aspectos que me brindaran las respuestas que realmente estaba deseando desvelar; ¿Quien eres? ¿Que haces aquí? ¿Está libre tu corazón, se encuentra solitario, despavorido? ¿Hay un lugar en él para intentar poner el mio en tus manos?

Y luego volvía a la realidad, a mi mesa, a mis comensales, me daba cuenta de los absurdas que eran algunas de las cuestiones que me planteaba. Me envolvía un poco más en nuestras conversaciones, hasta que, incapaz de comportarme, volvía a mirarla, volvía a intentar penetrar en su universo, y pensaba en lo que podría hacer. ¿Como debería abordarla, cual sería la forma más adecuada de evitar que la intervención de alguna de mis amigas, convirtiera un pequeño requiebro amoroso, en una carga de la brigada de los húsares de la Reina.

– Bueno querido, sigues cenando en la otra mesa, porque lo que es aquí, llevas bastante tiempo sin estar presente. -Me espetó Eufrósine a bocajarro-

– Huy ¿En serio? ¿Tanto se me nota? Disculpadme, os juro por Snoopy que a partir de ahora no voy a perder ni una sílaba de nuestra conversación.

– No te preocupes hombre, que tampoco estamos resolviendo el hambre en el mundo, ni hemos encontrado la solución para la guerra de Ucrania, pero es que te vemos arrebolado, y queremos echarte una mano.

– No, ni de coña, en serio. Es solo un tonteo visual sin importancia. Lo que peor me vendría es que se metiera alguien por medio, incluso vosotras, por las que mataría ahora mismo con las manos desnudas a tres mastines alsacianos. Si es que existe esa raza.

– Bueno, bueno, no será para tanto, deja a los pobres mastines alsacianos en paz. Luego, cuando acabe la cena, te la presentamos. En serio.

– No, de verdad, que eso puede resultar divertido con alguien que no me haya gustado tanto como esta chica, pero ahora me sentiría muy violento. Este tipo de situaciones no admiten intermediarios. Devalúan mucho la forma de conocer a la otra persona, el valor que has echado, y lo que este valor demuestra en relación al interés que sientes.

– Que tontería… ya verás como luego lo arreglamos, ponte en manos de la nueva Isabel Gemio.

– No sabía por donde salir, ya que estaba absolutamente seguro de que Eufrósine iba a cumplir con sus amenazas. Que cataclismo. Me moriría de vergüenza, no conseguiría hilvanar ni una frase  de forma correcta, sería un completo fracaso.

A partir de entonces las cosas se fueron trastocando. Aunque sorprendía sus miradas, su evidente interés, las mías eran esquivas, furtivas. Me encontraba a punto de Lexatin, o de indicar al camarero que le echara un poco de cianuro al vino de Eufrósine.

La cena llegó a su fin, y las chicas decidieron, de común acuerdo, desplazarse a un bar cercano para tomar la arrancada. Eufrósine miraba, cada vez de forma menos disimulada, a la mesa con las tres chicas. Se mascaba la tragedia.

Pedimos la cuenta. Mientras esperábamos, saqué mi tarjeta de crédito, se la tendí a Talía y le dije.

– Talia, por favor, cuando llegue la cuenta pagas mi parte. No te va a pedir número secreto, porque lo acabo de desactivar con la aplicación del móvil. Yo me voy a levantar antes para ir a buscar el coche, ya que lo he aparcado un poco lejos, y os espero a la puerta del restaurante. No os quejaréis del servicio a domicilio.

Eufrósine me miró alarmada. No entendía nada, no comprendía como me podía escabullir entre sus dedos, cuando pensaba que la presa estaba bien aferrada.

Sin darle tiempo a reaccionar, me levanté, y me dirigí hacía la puerta. Entonces me fijé en que ella también estaba abandonando su mesa y se encaminaba, junto a sus amigas, hacía la entrada. Titubee un momento. Si se marchaba, ya no había motivo alguno para dejar plantadas a mis queridas Gracias, aunque fuera solo durante el tiempo de pagar la cuenta. Eufrósine no podría cumplir su amenaza. Pero no tenía ganas de volver a la mesa. Decidí seguir adelante. Quería verla marchar, castigarme por mi indecisión, por mi falta de coraje, que la última imagen que viera de ella, se convirtiera en el estampido que interrumpiera mi sueño, que desvelara mis noches.

Cuando salí el grupo había desaparecido. Me quedé pensativo, enojado conmigo mismo, casi insultante. Saqué las llaves del coche y me dirigí hacía el lugar donde lo tenía estacionado. Unos faros me iluminaron por el costado. Frené la marcha para dejar pasar al vehículo. A través del cristal del asiento posterior del coche pude verla de nuevo, fugazmente. Y como una luminaria, despareció engullida por la noche. Pero antes de perderme a mi vez en la negrura del aparcamiento, tuve tiempo de pedir un deseo.

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