Mi madre me enseñó a sentir los colores, aunque nunca pude ni podré verlos. Durante todo el tiempo que abarca mi memoria solo había percibido uno, que según ella me contaba, era el negro:
– Nunca podré explicarte lo que es el negro, bien lo sabes tu mi amor, ni tampoco ningún otro color de los que nosotros, la gente que podemos ver, percibimos. No fue la fuerza ni la riqueza de expresión de la palabra uno de los dones con los que me dotó la naturaleza, como para que te pueda hacer comprender con ella lo que son los colores. Pero si hay una serie de sensaciones, de impresiones, que nos transmiten estos colores cuando los vemos, que puedo intentar que percibas, para que así comprendas la maravillosa naturaleza del arco iris.
Acercaba mi mano con cuidado al radiador, suavemente, sin llegar a tocarlo y me decía; ¿lo notas?. Yo asentía.
Esto es el rojo, un rojo suave, no demasiado vivo. Nunca llegues a tocarlo. Si lo hicieras, percibirías la intensidad de este color con una fuerza que te dolería. La excesiva intensidad, en todos los aspectos de la vida casi siempre produce dolor, igual que los colores fuertes pueden hacer daño a la vista de aquellos que podemos ver. Yo notaba el calor que subía por mi mano. Era una sensación placentera, disipaba el frío que flotaba en el ambiente invernal que habíamos dejado fuera de la casa, y desentumecía mis músculos. Aún así era un niño y no me pude zafar de la curiosidad que me incitaba a probar el rojo, en toda esa intensidad contra la que mi madre me había advertido. Y vaya si lo probé. Mi abuela desde entonces decía que mi grito aún resonaba muchos años después en sus oídos.
-Tienen razón aquellos que dicen que a las personas que carecen de alguno de los cinco sentidos, desarrollan los demás extraordinariamente. Con este niño haríamos una fortuna si lo lleváramos a cantar al Teatro de la Ópera de Madrid-
Cuando salíamos al jardín en esos mismos fríos días de invierno, aprovechando un momento en el que él tímido sol aparecía y luchaba por calentar la gélida atmósfera, volvía mi cara hacía el cielo y buscaba la débil fuente de calor.
Es el sol, me contaba mi madre con su dulce voz. Ese bienestar que sientes, ese tibio calor que te inunda, es el amarillo. Te da fuerza, te infunde energía, absorbelo, es el origen de la vida.
En otra ocasión al servirme, en pleno estío, un vaso de agua fresca de la nevera me dijo; esto es el azul, el azul del frío suave, el azul del frescor. Sentía como el azul inundaba mi boca, corría por mi garganta abajo y refrescaba mi acalorada carne. No lo puedes ver, pero el cielo también es azul. El cielo azul, despejado, nos da confianza y tranquilidad, nos relaja, nos trasmite su alegría.
A veces los momentos más fríos se convierten en blanco. Un día iremos a la montaña, cuando haya nieve y la podrás tocar. La probaras, y al sentirla entre tus dedos sabrás que también puede llegar a doler, pero generalmente es un dolor al que casi siempre sucede el bienestar que inunda tus dedos cuando el calor retorna a ellos. El blanco es el color de la pureza, del sosiego, de la soledad; de esa desnudez de la que partimos al principio, cuando la cuenta de nuestra vida está aún a cero.
Al llegar la primavera salía frecuentemente a pasear de su mano. Yo aún era muy pequeño y no me atrevía a aventurarme solo demasiado lejos. Vivíamos en el campo, nada comparable con el caos de la gran ciudad en la que vivo ahora. Los elementos que me rodeaban no eran tan imprevistos, tan cambiantes, pero aún así, los miedos que acechan a todos los niños estaban ahí presentes. Obviamente no tenía miedo a la oscuridad; toda mi vida había transcurrido inmerso en ella, pero si temía a lo que había más allá de ella. A esos seres que podían verme y que yo no podía ver. Con mi madre me aventuraba por el bosque cercano, nos tumbábamos en una pradera que se abría en un claro y olíamos y tocábamos la mullida hierba aún húmeda por el rocío del amanecer. Este olor, está hierba fresca y suave es el verde, me decía. El verde es el color de la primavera, de la naturaleza, de la vida, la juventud y la salud.
– Nuestra vida, aquí en el pueblo, está rodeada de color verde. Nos aporta gran parte de esa fuerza que nos ayuda a vivir en armonía. Seguramente, dentro de mucho tiempo, cuando crezcas y te independices, vivirás en una ciudad. Ahí el verde está menos presente, pero también lo hay. Tendrás que buscarlo en ciertos lugares, tendrás que ir a él y encontrarlo porque es imprescindible para tu vida, para todas las vidas. Se te presentará de muchas maneras, en la sonrisa de una persona, cuando te den una buena noticia, en el rumor de los árboles agitados por el viento; da igual como sea, en cuanto lo reconozcas impregnate de él, haz que te transmita su vitalidad.
En otras ocasiones me hacía saborear diferentes alimentos u oler objetos que según ella, se identificaban también con ciertos colores. Decía que incluso algunos alimentos prestaban su nombre a un color para acabar fundiendose juntos y no diferenciarse el uno del otro; el chocolate, la fresa, la naranja o la mora por ejemplo.
El sabor y el olor marrón, dulce y plácido del chocolate caliente, pero a un mismo tiempo fuerte y aromático. Marrones eran también las carnes asadas, mientras que algunos alimentos de color claro pasan a serlo cuando se tuesta o se doran al fuego. Me daba a probar la leche condensada cuyo color era, según me decía, blanco y luego, al cocerla, se volvía más densa, más fuerte y cambiaba su matiz a un marrón oscuro. Lo mismo le pasaba al azúcar blanco, que al calentarlo se convertía en caramelo, de sabor intenso y tonalidad castaña.
Me daba a probar ácidas manzanas reinetas, que me producían unas ligeras punzadas en la boca cuando las mordía y que, me decía, que debía asociar al verde. Otras veces, comíamos en un pequeño restaurante mexicano que había en el pueblo alimentos muy picantes, que estallaban en mi boca inundandola de un rojo abrasador….
Cuando te conocí y comenzamos a compartir esos maravillosos días de amor, cuando nuestras vidas estaban entrelazadas de tal manera que parecía que nunca nada ni nadie conseguiría separarlas, aprendí una nueva forma de interpretar los colores. Contigo pude percibir una parte del espectro que hasta entonces había estado fuera de mi alcance.
El rojo juego de la seducción que interpretamos mientras nos fuimos conociendo. Ese rojo que pasó a teñir nuestra pasión, hasta el punto que a veces dolía más intensamente aún de lo que llegó a dolerme la mano cuando de niño la pegué al radiador de casa.
El naranja picante que emanaba de tu piel y se fundía en mi boca cuando cubría tu cuerpo de besos, y lo recorría para acabar en tus labios con sabor a violeta. Esos labios que al terminar los dos empapados, anegados el uno en el otro, recorría con las yemas de mis dedos, para que me recompensaran con el verde de tu sonrisa.
Y ese azul que invadía mi alma cuando tumbada a mi lado, después de haber hecho el amor, respirabas suavemente recostada entre mis brazos .
Al final, después de haber sentido la enorme variedad de esos colores, en suma; cuando te fuiste de mi, cuando me dejaste, cuando quedé como una nave a merced del viento, sin patrón y sin gobierno; volví de nuevo al punto de partida, al principio, a que mi vida la dominara únicamente el negro.
Sin ti, solo el negro.