Cuando en Cádiz irrumpe su majestad el viento de levante, la noche es la mejor aliada. Su reinado tiránico, implacable, es la mano despótica que reescribe tu agenda, que condiciona los pasos a seguir durante la jornada. Pero cuando llegan las sombras, su imperio se desvanece de forma transitoria. Al menos hasta que comience un nuevo día, y nosotros nos aventuremos fuera de nuestros escondites, intentando recuperar el tiempo que el déspota nos ha hurtado.
Decidimos disfrutar de la noche y de la tregua que el levante nos había concedido, yendo a cenar a un restaurante que contaba con un agradable patio resguardado del viento.
Llegué al local por mi cuenta, donde había quedado con tres buenas amigas. Una cita para cenar, y darnos al vino mientras charlábamos, intentando ahogar las penas de nuestros correspondientes infortunios amorosos. Casi siempre se tiene alguno, independientemente de tu estado civil. Y si no se tiene, pues se inventa, o se escucha el de la otra parte, que para eso están los amigos.
Hace ya bastante tiempo, tanto que la bruma de los años enturbia mis recuerdos, me ocurrió algo insólito, algo que me dejó sorprendido. En un pub de Santander, al amparo de la noche, me entró una chica. Si, como lo estáis oyendo, me entró, a mi. Una chica monísima, encantadora, sin cámara oculta ni trasfondo de broma alguna orquestada por mis amigos. Poco tiempo después, en el transcurso de las tiernas confidencias que se hacen los amantes, me confesó que me había abordado de común acuerdo con una amigo gay, que se había quedado prendado de mi apolínea figura. La confesión no hizo mella alguna en mi autoestima, toda vez que el fin había sido muy diferente al que habían planeado, y que estaba muy satisfecho con la variación del desenlace.
El caso es que me contó que a ese amigo suyo, le gustaba rodearse de chicas espectaculares, que le servían como cebo para atraer a chicos que le gustaban. A mi la técnica no me cuadraba, ya que las chicas suelen atraer a chicos heterosexuales, pero supongo que alguna vez le dio resultado,. Y si no se lo daba, al menos conocía hombres atractivos, que siempre alegra la vista.
Todo esto lo cuento porque yo hacía tiempo que había decidido utilizar una técnica similar, pero con el fin de acechar yuntas de diferente condición, más acordes con mis gustos. De ahí que ese día, y muchos otros, saliera con un nutrido grupo de amigas. Tanta compañía femenina, consideraba que era inestimable para conseguir que otras chicas se confiaran, y fuera mucho más sencillo y natural abordarlas. Eso si, mis amigas estaban al tanto, y se divertían un montón siguiendo el juego que nos habíamos marcado. Confieso que esa excusa, que tanto las divertía, me permitía disfrutar de la barra libre de su compañía. Lo del ligue era secundario.
El caso es que por ahí debían de estar mis tres amigas-aliadas; Áglae, Eufrósine y Talía, rigiendo el patio del restaurante, preparadas para pasar todos juntos una noche memorable. El restaurante era un antiguo fuerte de la defensa costera gaditana, construído en recia piedra ostionera, asomado a la playa de La Barrosa. Uno de los comedores estaba instalado en el original patio de armas, que aún conservaba parte del primitivo y recio empedrado militar. Las busqué con la vista entre las mesas, pero fue inútil. Todas estaban atestadas de comensales que, al contrario que las polillas, habían acudido atraídos por el fresco que nos ofrecía la noche. Al recorrer las mesas con la mirada me quedé, como esas mismas polillas, magnetizado.
No diría que la descubrí, porque sería injusto, ya que destacaba tanto sobre el resto, su presencia era tan obvia, que habría sido prácticamente imposible no reparar en ella. Estaba de espaldas, sentada con otras dos amigas, charlando animadamente, y tal y como daba a entender el movimiento de sus hombros, riendo frecuentemente. Echó la cabeza hacía atrás para reír, y luego, con un par de giros, ondeó una melena de lustroso pelo castaño y liso. Aún no había visto su rostro, pero ya me había atrapado.
Debía de llevar un rato ahí parado, cuando un camarero me sacó de mi ensimismamiento, para decirme que me estaban llamando desde una mesa. Mis amigas se encontraban unos metros más allá de la chica que atraía mi atención, y ni tan siquiera las había visto. Tenía los ojos cautivos ella, sin prestar interés al universo que la rodeaba.
Las tres me estaban haciendo señas, extrañadas de que no las viera. El camino hacía nuestra mesa me obligaba a pasar junto a la magnética chica de la melena castaña. Cada paso que disminuía la distancia que nos separaba, aumentaba mis pulsaciones; 8-72, 7-76, 6-81, 5-86… Si seguía así, corría el riesgo de morir infartado entre sus brazos.
Recorrí la distancia que me separaba de la mesa de mis amigas, completamente abstraído en su mundo. Al sortear a otro grupo de comensales, una chica se echó bruscamente hacía atrás, mientras soltaba una estruendosa carcajada, golpeándome la cadera con la cabeza. Desconcertada, me pidió disculpas en un inglés aromatizado con un fuerte deje andaluz. La respondí, descargándola de culpa, en mi español sazonado con acento del norte.
Finalmente pasé a su lado, casi rocé su hombro. Creo que debieron de llegarle las vibraciones que originaban mis desbocados latidos, porque noté como interrumpía la conversación en el momento justo en que rebasé el lugar en el que estaba. Ni me atreví a darme la vuelta.
Al fin conseguí llegar hasta nuestra mesa. Me recibieron tres maravillosas sonrisas, tres pares de dientes inmaculados, de esos que te hacen desear ardientemente convertirte en un bocado. Me saludaron encantadoras, y yo intenté devolverlas el saludo de la forma más encantadora que pude. Después de besar y celebrar a la última de las tres “Gracias” que iban a presidir mi banquete, tomé asiento. Me di cuenta de que me situaba justo frente al oscuro, por la cabellera y la blusa de satén negro que llevaba, objeto de mi deseo.
Tomé asiento lentamente, de forma regia y estudiada. Sin dejar de sonreír, fui atendiendo a las preguntas que mis adorables “Gracias” me dirigían, pero sin entender muy bien las cuestiones que me planteaban. Justo antes de concluir mi movimiento, y de forma disimulada, desvié la vista hacía su mesa. Mi corazón, ya maltrecho después de la carrera de palpitaciones, pegó un brinco cuando nuestras miradas se cruzaron y quedaron congeladas, prendidas una a la otra durante unos instantes.
Acabé de sentarme y mis ojos seguían engarzados en los suyos. No mentiré, no diré que la escudriñé. No sostendré que recuerdo la primera impresión que me despertó su rostro, porque estaba prisionero en su mirada, de la forma en la que sus ojos me sonreían, de todo lo que nos dijimos a través de las pupilas.
Volví al planeta tierra cuando Áglae me interpeló.
Imaginaciones vuestras queridas, que solo tengo ojos para vosotras. Tan solo siento no tener tres, para dedicaros uno a cada una.
Dejamos la conversación aparcada, que no olvidada, porque sabía que tarde o temprana Eufrósine la desenterraría del rincón de las conversaciones supuestamente olvidadas. Cuando olfateaba la posibilidad de enredarse en un embrollo sentimental ajeno, era como un perro de presa en la guarida de un tejón.
La cena resultó muy agradable. Íbamos volando de uno a otro tema, de forma más o menos superficial y alegre. Sabíamos que en cuanto comenzara a hacer efecto el vino, nos sumergiríamos, como buenos tertulianos de tasca, en ambientes más peliagudos. En confidencias de esas que comienzan a arañar la piel, sin llegar a provocar heridas. Yo agradecía la ligereza de la velada. Mi mente no estaba para lidiar con asuntos que la hicieran trabajar en exceso, sobre todo teniendo en cuenta que tengo la masculina peculiaridad de ser monotarea.
Aún así, participaba de forma activa, o al menos hacía que participaba. He de reconocer que con una alegría y desparpajo algo teatrales, de cara a la galería. Una galería compuesta por una sola espectadora, hacía la cual se encaminaban esa noche todos mis desvelos.
Al principio más disimuladamente, y según me iba envalentonando con el vino, de forma más descarada, desviaba la mirada hacía ella. Intentaba descifrar sus gestos, sus risas, sus silencios, el brillo de sus ojos, el sordo lenguaje con el que se expresaba, desde la insondable distancia que nos separaban.
De vez en cuando me sorprendía, o yo la sorprendía a ella. Enlazábamos nuestras miradas. Al principio los dos la apartábamos esquiva. Me pareció que hasta se ruborizaba. Luego fuimos compartiendo instantes más largos, más sostenidos, en los que nuestras silenciosas conversaciones se hacían deliciosas.
Al final de uno de esos intensos encuentros visuales, fantaseaba. El alimento de los sueños es uno de los bocados más sabrosos que puedes ofrecer a tu corazón. Pensaba cual sería su nombre, como sonaría el tono de su voz, el timbre de su risa en la distancia corta. Imaginaba el aleteo de su nariz al inspirar antes de cada frase, las palabras con las que respondería cuando la abordara, la inflexión de su voz en sus respuestas, en sus preguntas. Más adelante me iba sumergiendo en más intimidades, en aspectos que me brindaran las respuestas que realmente estaba deseando desvelar; ¿Quien eres? ¿Que haces aquí? ¿Está libre tu corazón, se encuentra solitario, despavorido? ¿Hay un lugar en él para intentar poner el mio en tus manos?
Y luego volvía a la realidad, a mi mesa, a mis comensales, me daba cuenta de los absurdas que eran algunas de las cuestiones que me planteaba. Me envolvía un poco más en nuestras conversaciones, hasta que, incapaz de comportarme, volvía a mirarla, volvía a intentar penetrar en su universo, y pensaba en lo que podría hacer. ¿Como debería abordarla, cual sería la forma más adecuada de evitar que la intervención de alguna de mis amigas, convirtiera un pequeño requiebro amoroso, en una carga de la brigada de los húsares de la Reina.
No sabía por donde salir, ya que estaba absolutamente seguro de que Eufrósine iba a cumplir con sus amenazas. Que cataclismo. Me moriría de vergüenza, no conseguiría hilvanar ni una frase de forma correcta, sería un completo fracaso.
A partir de entonces las cosas se fueron trastocando. Aunque sorprendía sus miradas, su evidente interés, las mías eran esquivas, furtivas. Me encontraba a punto de Lexatin, o de indicar al camarero que le echara un poco de cianuro al vino de Eufrósine.
La cena llegó a su fin, y las chicas decidieron, de común acuerdo, desplazarse a un bar cercano para tomar la arrancada. Eufrósine miraba, cada vez de forma menos disimulada, a la mesa con las tres chicas. Se mascaba la tragedia.
Pedimos la cuenta. Mientras esperábamos, saqué mi tarjeta de crédito, se la tendí a Talía y le dije.
Eufrósine me miró alarmada. No entendía nada, no comprendía como me podía escabullir entre sus dedos, cuando pensaba que la presa estaba bien aferrada.
Sin darle tiempo a reaccionar, me levanté, y me dirigí hacía la puerta. Entonces me fijé en que ella también estaba abandonando su mesa y se encaminaba, junto a sus amigas, hacía la entrada. Titubee un momento. Si se marchaba, ya no había motivo alguno para dejar plantadas a mis queridas Gracias, aunque fuera solo durante el tiempo de pagar la cuenta. Eufrósine no podría cumplir su amenaza. Pero no tenía ganas de volver a la mesa. Decidí seguir adelante. Quería verla marchar, castigarme por mi indecisión, por mi falta de coraje, que la última imagen que viera de ella, se convirtiera en el estampido que interrumpiera mi sueño, que desvelara mis noches.
Cuando salí el grupo había desaparecido. Me quedé pensativo, enojado conmigo mismo, casi insultante. Saqué las llaves del coche y me dirigí hacía el lugar donde lo tenía estacionado. Unos faros me iluminaron por el costado. Frené la marcha para dejar pasar al vehículo. A través del cristal del asiento posterior del coche pude verla de nuevo, fugazmente. Y como una luminaria, despareció engullida por la noche. Pero antes de perderme a mi vez en la negrura del aparcamiento, tuve tiempo de pedir un deseo.
Frustrada por la imposibilidad de llevarme al huerto, mi amiga Eufrosine decidió pasar a la siguiente base, y me invitó a un curso de cocina. Salto directamente de la materia prima al procesado. No es que ella me quisiera llevar al huerto, es que estaba empeñada en llevarme al huerto de alguna otra. La que fuese.
Tiempo hacía que Eufrosine me andaba dando la vara para que la acompañara a un curso de cocina. Al otro lado de la vara había puesto como reclamo algo que ortodoxamente no era un curso de cocina, algo que yo aún solo había terminado de comprender al ochenta por cien, pero que me parecía atractivo. La mayor parte de las propuestas que salían de la efervescente y algo perturbada mente de Eufrosine, solían ser bastante divertidas. Siempre estaban regadas con ese toque excéntrico que impregnaba todo lo que hacía, y que fascinaba a aquellos que disfrutábamos de su amistad. El evento iba más allá que una simple clase de cocina, y para demostrarlo, se denominaba ampulosamente “Chefsworking”. Ya se sabe que en materia de cocina, los anglosajones son un ejemplo a seguir. Principalmente para aquellos que aspiran a aborrecerla. Pero dejando aparte la denominación, y con el fin de que nadie me tache de rancio, os contaré que el evento tenía su miga, al menos sobre el papel, que como todo el mundo sabe, para la miga el mejor es el de aluminio. Consistía en cenar lo que tu mismo te encargabas de cocinar, bajo la dirección y batuta de un reputado maestro de los fogones. A mi se me da bastante bien la cocina, modestia aparte, pero no dejaba de apiadarme de aquellos pobres que no tuvieran mi arte y esmero manejando cazuelas. Creo que esa fue la razón por la que Eufrosine me eligió como acompañante para esa noche. Bueno, esa, y que somos los mejores amigos.
Nos acompañaba un grupo de amigos, con variada y desigual destreza para la cocina, por lo que Eufrosine había procurado emparejarles adecuadamente. Diestros con inexpertos, para que así cada pareja pudiera comer esa noche algo decente.
Llegamos al local bastante justos de tiempo y lo primero que observé es que había ya otras personas esperando. Habían tomado sitio frente a unas placas de vitrocerámica situadas en los extremos de un enorme mueble central, que era el corazón del espacio. Conté 8 huecos dobles para cocinar. Como nosotros éramos 8, quedaban otros 4 puestos para el resto de comensales. Como ya dije, habíamos llegado al filo de la navaja, y el resto de participantes habían ocupado puestos alternos, por lo que no podríamos cocinar todos juntos. Lo prefería. Prefería tener al lado a unos extraños, y así variar el menú conversacional al que mi grupo usual de amigos me había habituado.
El local era francamente bonito. Cuando concertamos el plan, pensé en una cocina perfectamente habilitada para su función, en la que realizaríamos toda la actividad, comiendo lo que elaboráramos en algún sitio accesorio. Era más o menos así, pero con un acogedor comedor y un salón para la sobremesa, que le daba el aspecto de un hospitalario y moderno apartamento. Vamos, que nada frío, ni impersonal. Todo en una sola pieza diáfana, pero con diferentes ambientes para cada cometido.
A un costado estaba la cocina principal, en la que el maestro hacía su magia. Era el escenario en el que el chef desarrollaba su función, mientras que el enorme mueble central en el que estaban encastrados los fuegos en los que íbamos a cocinar, hacía la veces de platea. De esta manera, mientras cocinábamos, podíamos ver y seguir las explicaciones del cocinero, al mismo tiempo que él podía observar nuestras evoluciones.
Nos recibió una chica sudamericana muy amable, que al parecer era la esposa de nuestro gurú culinario. Nos entregó unos delantales con el logotipo del espacio, unos gorros, y nos dijo que eligiéramos el sitio que más nos apeteciera. Vi que, como suele ocurrir casi siempre en los actos públicos, los lugares que estaban más cerca del cocinero estaban vacíos, por lo que me lancé a la carrera a por uno de ellos. Eufrosine me siguió como un galgo de canódromo persigue al señuelo.
Cedí galantemente el lugar más cercano a la cocina principal, aprovechándome para parapetarme con su cuerpo de la excesiva atención del chef, y sirviendo de obstáculo entre ella y la pareja que estaba a nuestro lado. La conocía como si la hubiera parido.
¡Ya empieza a buscarme novia! -Me dije a mi mismo- Bueno, tampoco es que viniera engañado. Son muchas noches de juerga juntos, y siempre ha ocurrido lo mismo. Es una excelente celestina, aunque suele pecar de cierta tendencia hacía el espectáculo, a la escenificación del drama.
Me había picado la curiosidad, lo confieso. Me concentré para poder mirar disimuladamente hacía la pareja de al lado, de tal manera que no me pillaran, pero me ocurrió lo mismo de siempre. Eufrosine había mirado ¿que digo mirado? ¡escrutado y diseccionado sin disimulo! y no la habían descubierto. A mi, que soy discreto y silencioso como un leopardo del Niágara, la chica me cazó en escasas décimas de segundo. Seguramente Eufrosine ya había revuelto la zona, y yo me puse a mirar justo cuando estaba a la defensiva, sobre aviso. Menos mal que me sorprendió en una parte cándida e inocente de mi escrutinio.
Sufrí sin proferir la más mínima queja el puntapié que Eufrosine me atizó en el tobillo con cierto disimulo, y aún sin mirarla, sentí como su sonrisa se enseñoreaba por entre los pelos de mi nuca.
Debo hacer aquí un inciso, seguido de una explicación, ya que es preciso aclarar que Eufrosine, ni se llama así, ni se ha llamado nunca, ni se llamará nada parecido. No la ha tocado tal desgracia en suerte. Como forma parte de la tríade de mis grandes amigas, divinas e indivisibles, en este preciso orden, yo las he bautizado en broma con los nombres de las tres Gracias de la mitología, lo que de paso me hace medio deificarlas. En realidad Eufrosine se llama Julia, nombre también relacionado con el mundo greco-romano. Así que pasaré a denominarla por su verdadero nombre, para que no se os atragante el inventando, y no la cojáis manía pensando que es una pedante.
– … Julia.
El que aprendió a recibir fui yo, a resueltas del segundo puntapié que me atizó Julia en el tobillo.
Otro puntapié de Julia me levantó una mueca de dolor ¡Que ya eran tres mamporros en el mismo punto!
En ese momento nos interrumpió la voz del chef, reclamando la atención y la devoción de todos los fieles que ahí nos habíamos reunido.
La silencié con una mirada recuperada de entre los trozos del hielo, que supuestamente había despedazado los instantes previos.
Por suerte, la falta de disimulo de Julia no había llamado demasiado la atención de Manuela, que se había enfrascado en un tira y afloja cargado de bromas y risas con Ramiro.
Manuela comenzó a reírse y su risa franca, sin cortapisas pero sin estridencias, con una deliciosa manera de achinarle los ojos y arrugarle la nariz, me arrebató las pocas dudas que tenía acerca de lo que me gustaba.
Reímos los cuatro con ganas, justo en el momento en el que llegaba el chef a ver como estábamos siguiendo los consejos que había impartido al principio de la jornada.
Se pusieron los tres a trastear. Manuela me echó una mirada cómplice mientras le explicaba algo a Paco, por lo que deduje que le estaba contando lo de las especias y la albahaca.
A partir de ahí nos concentramos en nuestras respectivas preparaciones. De forma lenta e inexorable, nuestros puestos frente a los fogones se fueron trastocando. Julia y Ramiro se movieron al centro, frente a frente, desplazándonos a Manuela y a mi a los costados. De esa manera ellos hablaban y hablaban sin parar, simulando cada cierto tiempo que nos ayudaban, mientras Manuela y yo nos concentrábamos diligentemente en prepararles una cena de ensueño.
Más delante Julia adujo que lo hacía para apartar a Ramiro de Manuela y dejarme el camino expedito, y yo se lo agradecí. No la hice hincapié en el pequeño detalle de que, para dejarme el camino libre hacía Manuela, se había interpuesto físicamente entre los dos. La verdad es que como yo no la hacía mucho caso, y tenía ganas de hablar, buscó un contrincante a su altura. Así a mi me dejó tranquilo a cargo de la comanda.
La elaboración de la comida fue relativamente sencilla, y los apuntes y trucos que nos aportó la dirección del chef resultaron inestimables. La verdad es que aprendí bastante y disfruté de todo el proceso. De vez en cuando me volvía hacía Julia y Ramiro, que charlaban sin parar, y vislumbraba a Manuela, concentrada en su elaboración. Menos de vez en cuando de lo que hubiera deseado, lograba atravesar el muro de risas, conversaciones y brindis de copas colmadas de vino, e intercambiaba con ella algunos detalles de nuestra callada y entregada labor al bien comunal.
Llegamos al final de la tarea, y nos invitaron a sentarnos en el comedor, mientras servían los platos y se terminaban de hornear algunas de las preparaciones.
Ahí si que no me dejé comer la tostada. Me abarloé a Manuela y fui conversando con ella hasta la mesa.
Nos dirigimos hacía la enorme mesa que había en el salón anexo a la cocina, y que tenía suficiente capacidad para albergarnos a todos.
El periplo, aunque corto, fue animado y confuso. Muchos de los comensales, pese a que Paco había nombrado a cada uno y realizado una breve presentación aprovechaban para presentarse, en persona, comentar alguno de los lances de la preparación de los platos, o simplemente escudriñarse para analizar quien les podía caer en suerte el resto de la velada.
Hubo fintas, chicuelinas y alguna que otra entrada sin estoque. Y no me refiero al ligoteo, que también lo hubo, sino más bien a la catalogación y valoración de las habilidades culinarias de cada cual. Las espadas en alto, los tenedores velando por descubrir quien había merecido que su plato pasara a formar parte del Olimpio de los nuevos dioses de la gastronomía. Así nos sentíamos.
La miré sorprendido. No porqué lo que me dijera fuera algo extraño, ya que yo pensaba lo mismo, sino por el hecho de que me confiara algo así, sin que prácticamente nos conociéramos. Una confidencia que a mi entender implicaba un grado de complicidad mayor del que teníamos. Me encantaba que se sincerara de esa forma.
Se me quedó mirándo. Sonrió. Se estableció un silencio cómplice entre los dos, que no duró más que unos instantes. Enseguida nos pusimos a reír.
Manuela y yo nos miramos algo contrariados. Quizás pecamos de omisión, de dejarnos llevar por los acontecimientos, para no dar la impresión de que luchábamos demasiado pronto por algo que ni siquiera había comenzado su cuenta atrás, por algo de lo que aún ni tan siquiera se había escrito un preámbulo.
Yo no acertaba a entender que era lo que nos había unido tan solo después de haber cruzado cuatro palabras, tres miradas, dos ligeros y casuales roces de nuestras nuestras manos y una deliciosa coincidencia en nuestra forma de relacionar el amor con la cocina… Era algo más. No era un flechazo, en eso creo bien poco, aunque muchas veces la vida me ha demostrado que me puede llevar la contraria. Era algo más antiguo, más profundo, de un calado diferente. Algo que se empeñaba en decirme, contra mi memoria, que Manuela y yo teníamos un vínculo que se perdía en la calima de unas vidas por la que, a veces, planeamos sin motor, mirando al frente, obviando muchas veces lo que nos pasa por los costados.
Me arrastré hacía el lugar que Julia me había reservado en torno a la mesa, Manuela me vio marchar, Ramiro la condujo presuroso del brazo hasta su asiento y el chef interrumpió el acto de esta pequeña tragedia con una enérgica y alegre llamada de atención a los comensales.
Me sonó a impostura. A celos de amiga. Porque los amigos también somos celosos de nuestras amigas, por lo que ellas tiene todo el derecho a serlo de nosotros. No le pregunté nada más, no me pareció delicado. Me invadió una pena inmensa por no haberme sentado con Manuela, por no habernos sentado los cuatro juntos. Pero cogí de la mano a Julia y la planté un enorme, cariñoso y casto beso en la mejilla.
Y nos dedicamos a la noche de amigos que nos habíamos prometido. Picoteando conversaciones a nuestro alrededor, dándonos muchas veces la espalda, pero guardándonos la una con la otra.
Yo miraba de vez en cuando hacía el otro lado de la mesa, hacía Manuela. En ocasiones mis ojos se entrelazaban brevemente con los suyos, acompasados por nuestras sonrisas. Parecía que ambos, sin decir nada, en la distancia, nos disculpáramos.
Los servicios se sucedían, los platos volaban. Ofrecíamos probar al resto nuestras elaboraciones, para compartir alegrías, y compensar las desgracias ajenas. Aunque he de reconocer que estás eran escasas, ya que el nivel general de los cocineros era bastante bueno. Eso, y que la preparación previa de algunos de los platos por parte de Paco, el chef, era excepcional. Durante el intercambio, volvimos a tener un contacto algo más estrecho con Manuela y Ramiro, aunque solo fuera a través de nuestro sentido del gusto. Les llevé nuestro principal para que lo probarán, mientras que ellos me sirvieron una pequeña porción del suyo para que nosotros hiciéramos lo mismo. Por señas exageradas y guasonas y reverencias, nos hicimos mutuamente un homenaje, que creo que ambos casos fue bastante sincero. Al menos por lo que a los cocineros tocaba.
No tengo ni idea de lo que Manuela podría llegar a elaborar cuando uno de los ingredientes principales de su cocina fueran las mariposas en el estómago, pero sin ellas era una soberbia cocinera.
No tenía ni idea de lo que había pasado, pero Ramiro estaba ahora mismo en alguna de las salas del infierno de Dante. Al menos para Julia. No sé si sería algo de cosecha del propio Ramiro, o sencillamente el resultado de haber tenido la suerte de ser el acompañante de Manuela durante esa noche.
Celos de amiga, que aplazaban la determinación de saber que nexo incomprensible me unía a Manuela, pero no la anulaba. Celos que por otra parte, en cierta manera, no puedo negar que me otorgaban un exquisito status de amigo querido. Que innegablemente me hacían sentirme una pieza indispensable del complejo y delicado mecano que conformaba el mundo de Julia.
Ya estaba finalizando la cena. Los pormenores no se me olvidan, pero pasan por mi cabeza como la brisa en un día de primavera. Me desordena el pelo, me aporta frescura, pero no determina mi día, Es solo una acontecimiento más. Pero ay de esa brisa si se convierte en vendaval, entonces si puede ser capital a la hora de decidir tu jornada. Y he aquí que el vendaval llegó de forma sorpresiva, sin que lo pudiera predecir, evitar, ni remediar.
Estábamos a punto de levantarnos de la inamovible mesa de la cena, para pasar a tomar los postres y una copa al salón, de forma mucho más informal, cuando sonaron las alarmas. Y no lo digo de forma metafórica. Vi que Manuela miraba extrañada la pantalla del teléfono. Su gesto denotaba sorpresa y algo de alarma. Dudó escasos segundos antes de descolgar la llamada la llamada, al tiempo que se echaba el aparato a la oreja para responder.
Siguieron unos momentos de conversación, escuchando, respondiendo con monosílabos, con la alarma reflejada en el rostro. Por fin colgó. Se dirigió hacía Ramiro y mantuvo con él una breve y agitada conversación. De pronto se levantaron, recogieron sus cosas y se dirigieron rápidamente hacía la puerta, tras charlar unos breves instantes con el chef.
Por supuesto que me alarmé. Antes de dar el último paso que la conduciría al exterior del local, pareció recordar algo. Se detuvo unos instantes, se volvió hacía nuestra mesa, y me dirigió una mirada de desamparo. En ese momento la reconocí, supe quien era. E igual que el primer día que la vi, hacia ya casi 6 meses, una noche de levante gaditana, volví a perderla engullida por la noche.
Me di la vuelta y vi venir hacía nosotros a Julia. Caminaba decidida, con firmeza, como esas personas que tienen un objetivo, una finalidad en la vida, y poseen todas las herramientas para llegar hasta ella.
Seguimos a Julia por el salón en el que estábamos, disfrutando de las copas que daban nuestros amigos Gabriel y Gema. Después de sortear varios cuerpos embutidos en sus mejores galas, rellenos generosamente de los mejores licores, nos plantamos frente a un pequeño grupo que estaba charlando animadamente alrededor de una mesa auxiliar. Cada cuál estaba sentado donde podía, saturando las tres plazas de un sillón, sus reposabrazos, el respaldo, parte del suelo sobre el que se asentaba, y un par de sufridas sillas individuales, trocadas por arte de magia en chaiselongues.
Julia se dirigió hacia una de las chicas del grupo que, a través del cruce de conversaciones, las risas, los gritos y las exclamaciones, parecía ser la que en ese momento la sacerdotisa que dirigía la conversación en la que estaban enfrascados.
Todos los que estaban atentos a la historia me miraron sorprendidos ante mi arrebato de apasionada curiosidad. Todos menos Julia y Candela, que estaban aún más emocionadas que yo, y no movían ni un átomo de su cuerpo.
María me miró manteniendo el insoportable silencio mientras entrecerraba teatralmente los ojos, en lo que debía creer era un gesto que añadía emoción al momento.
Ahora fue María la que se quedó, ante nuestra respuesta conjunta, completamente desconcertada. Nos miró uno a uno, con cara de pensar que ahí se le estaba escapando algo, que había gato encerrado, o que la estábamos vacilando.
Manuela, intento extraer tu nombre de mi cabeza, pero se empeña en estar enquistado en una zona del cerebro, a la que parece que aparentemente no puedo acceder. O al menos, carezco de los códigos de acceso, que me permitan relegarlo dentro de la carpeta en la que duermen los deseos cumplidos a medias. Y cuando los deseos se cumplen a medias, siguen activos. Cada vez que un nuevo ciclo del cerebro coincide en su camino, horadan el cortex, ligera pero insistentemente. Como la tortura gota a gota del perverso Fumanchú, como la aguja de un tocadiscos incidiendo sobre el vinilo.
Yo no sé si tantos desencuentros acumulados, tanta espera dilatando y magnificando las esperanzas, fueron una losa excesivamente pesada, que desde el principio, asfixió nuestro tiempo. Pero aún llevando a cuestas esa laja, aspiré cada segundo que pasamos juntos, hasta que a veces parecía que me reventaban los pulmones. Tengo entendido que puedes emborracharte de oxígeno. Pues algo parecido me debió pasar.
En el momento en que respondí a María con tu nombre, los acontecimientos se desbocaron.
Gracias a ella, conseguimos de pleno derecho nuestra primera cita. Sin regalos del azar, sin tantos requiebros del destino. Cuando te vi me quedé sin habla. Literalmente sin habla. No sabía que decir. No me salía palabra. Había imaginado tantas veces la conclusión de nuestros desencuentros, había hilvanado tantas conversaciones imaginarias, tantas coincidencias en nuestros gustos, en nuestras risas, tanta comunión de nuestras almas, que me quedé seco. Seco como la mojama que comía en el Cádiz de nuestro inicial encuentro, pero sin almendras ni manzanilla. Más bien de palo cortado. Menos mal que tu pusiste el aderezo. Supiste llevar la conversación por caminos que me fueron dando confianza, que me fueron serenando, que acabaron haciendo de esa tarde, de esa posterior noche, algo difícil de explicar.
Igual que son difíciles, por no decir imposibles de explicar las pasiones adolescentes. Porque en eso me daba la impresión de estar inmerso. Pero bueno, eso ocurrió unos pocos días después, no adelantemos acontecimientos.
Esa tarde-noche surgió la chispa, como vulgarmente se dice. Pero fuimos cautos. Nos despedimos con un beso. Bueno, con varios, y no justamente castos. Habíamos acumulado unas enormes ganas de besarnos, de abrazarnos, de comernos el uno al otro, pero nos contuvimos. Con ese colofón de besos lo dejamos sentado todo para la siguiente cita.
Durante esos pocos días de espera, imaginaba el tacto de tu piel bajo las yemas de mis dedos. Recorría cada uno de tus valles, de tus angosturas, de tus altibajos, de los escondidos misterios que tu aún desconocido cuerpo me ofrecía. Alimentaba mis vigilias, plenas de deseos, de apetitos mitigados por caricias de las que en tu ausencia, te hacía complice. Eras la promesa que guiaba las manos que aplacaban mi cuerpo.
Cuando volvimos a vernos unos días después, me dio la impresión de que no era un comienzo, sino la continuación de las noches que te había fabulado entre mis brazos.
Ese tiempo que pasó desde nuestro primer encuentro en Cádiz, y que se me antojaba perdido, se mitigó por la intensidad con la que nos aplicamos a recuperarlo.
Estábamos juntos. Parecía el guión de una película romántica. A veces lo pensaba, y me daba miedo seguir escribiendo líneas, por no estropear lo bien que estaba quedando.
Las conversaciones fluían con naturalidad, tocando mil y un temas, explorando nuestras mentes, nuestras entrañas, nuestros anhelos, nuestros miedos, nuestras fantasías, nuestras pasiones, muchas de ellas coincidentes.
Los planes se me antojaban perfectos. Contigo cualquier cosa que hacíamos, adquiría un significado que trascendía la aparente simpleza del momento. Había días, en los que no acababa de entender donde nos habíamos escondido el uno al otro durante tantos años.
Disfrutamos intensamente cada uno de nuestros encuentros, y no solo al dar rienda suelta a esa pasión acumulada, a ese deseo de conocerse. Nuestra conversaciones, nuestros gustos, nuestras pequeñas escapadas, nuestros silencios, se me antojaron perfectos. Quizás ahí residió parte del problema, que eran demasiado perfectos.
No sé si mi imaginación, y puede ser que la tuya, desbordara las expectativas. No sé si la persona con la que estuve todo este tiempo, eras tu, o era el producto que mi cabeza había construído durante todos esos meses soñándote. No sé si además nos esforzábamos, de forma inconsciente, en construir un mundo de quimera sobre unos cimientos que falsamente creíamos asentados.
Era tanta la pasión, tanto el hambre que habíamos acumulado el uno del otro, que nos deslizábamos por encima de cualquier aspereza, de cualquier reflejo de realidad que pudiera colarse entre la neblina que nos envolvía. Y seguíamos flotando. Como el drogadicto que consume un chute tras otro sin discontinuidad, sin periodos de abstinencia, sin choques con la realidad. Porque aunque nuestros encuentros se espaciaran, durante los interludios, tu droga seguía haciendo su efecto y hasta puede que lo acrecentara. Tu ausencia tiranizaba los intervalos. El afán por volverte a mi devoraba el tiempo, lo esclavizaba, hasta el punto que entre cada sorbo de ti, desaparecía.
Las tempestades no nos tocaban. Al menos aparentemente. Pasaban a nuestro lado rugiendo, lanzando rayos, escupiendo espuma, restos del fondo del mar, alterando el perfil de la costa sin rozarnos. Nos amábamos oyendo como el viento batía los postigos de las contraventanas, como el torrente de lluvia amagaba con reventar los cristales, con abatir tejados, puertas y paredes del frágil refugio que habíamos levantado en torno nuestro.
Pero llegó un día en el que, durante un momento de relajo, fuimos conscientes de que una tenue corriente de aire se colaba por los intersticios de las ventanas. Notamos que pequeñas gotas de agua salpicaban la colcha sobre la que nos cobijábamos. No le dimos importancia. Pero como cada vez las pequeñas treguas de nuestra pasión eran más frecuentes, y a su vez cada una de ellas más largas, volvíamos a recabar en las goteras, en las corrientes que invadían nuestro peculiar orbe. No hablábamos de ello, no nos lo planteábamos, pero sabíamos que ambos éramos conscientes de que muy pronto harían falta reformas. O apuntalábamos el edificio o lo abandonábamos, o se nos venía encima.
Aparentemente era un proceso muy simple; analizar los fallos que las inclemencias de nuestro entorno estaban causando en nuestro común propósito y ponerse manos a la obra para remediarlas. Pero no lo hicimos. Seguimos devorando nuestros días. Oíamos, veíamos, olíamos, pero no queríamos escuchar, no queríamos ver, nos negábamos a olfatear. Como los monos sabios de las figuritas, pero sin una pizca de sabiduría ¿O si? Es posible que intuyéramos que estamos recorriendo el único camino que podíamos transitar. Un camino sin salida, sin intersecciones, sin desvíos, sin vuelta atrás. Escogimos agotarnos envueltos en nuestra aparentemente irreflexiva dicha. Nos aplicamos más intensamente en disfrutar de un bocado que, sabíamos que tenía una ineludible fecha de caducidad.
Y no esperamos a que todo se derrumbara. Un día tomamos la determinación de levantarnos, de desentendernos de la obra que habíamos edificado, de abandonarla. Cada uno por su lado, cada uno en una dirección distinta. Mirándonos desde la distancia caminar el uno paralelo al otro, tomando veredas divergentes que, poco a poco, nos iban alejando.
Mientras nos separábamos, miré atrás y me di cuenta de que el refugio en el que nos habíamos guarecido durante todo ese tiempo había desaparecido, y que la tormenta que le rodeaba no existía. Ya no había nada que reparar, nada que apuntalar y el temporal que se había formado en nuestras cabezas, ni tan siquiera nos movía un solo cabello. Pero tu ya te habías difuminado. La distancia se había acrecentado tanto en un tiempo tan increíblemente corto, que solo eras una sombra en la lejanía. Levanté el brazo y me despedí. Me pareció ver que tu también lo levantabas. Tuve el impulso de correr hacía ese brazo alzado y, sin darte tiempo a recogerlo, estrechar tu cintura, cubrir tus grietas con besos, lavar tus heridas con lágrimas, acallar el estremecimiento de tu piel con caricias, pero dudé. No sabía como actuar. Ese camino recorrido, esa decisión que habíamos tomado, sembraron la semilla de la incertidumbre en cada uno de mis poros, hasta que brotó una miríada de diminutas flores, cuajadas de minúsculos pétalos de temor. Del temor de que nuestra renuncia a luchar, fuera algo más que una renuncia, fuera un rechazo.
Continué mi camino y seguí repitiendo tu nombre. A veces interrogándome sin comprender, otras interpelándome con rabia, otras inquisitivo, las más saboreando los momentos que pasamos fundidos en uno, y casi otras tantas sintiéndome huérfano de tu sombra.
Y la aguja del tocadiscos sigue pasando día a día por el mismo surco, a veces a 33 y otras a 45 revoluciones, inflexible, sin que pueda hacer nada para revertir el efecto que me produce en el cortex. Aunque hay días que me pregunto para que sirve el cortex, si Fumanchú existió fuera del celuloide, si alguien sigue utilizando discos de vinilo o películas de celuloide, si los deseos cumplidos a medias no son en parte el motor de nuestra existencia, y si en el fondo eres el recuerdo de una ilusión que tan solo existía, mientras la tormenta rugía tras las ventanas.
Pero Manuela, tu nombre sigue insertado en un lugar de mi cabeza que no acierto a encontrar.